(desde Francia)
Se acaba de inaugurar en Berlín una nueva línea de Subterráneo, la U55, que tiene nada más que 1,800 metros de largo y solo tres estaciones. Permitirá conectar, en tres minutos, la Estación Central de Trenes con la puerta de Brandenburgo.
Es un proyecto que tardó catorce años en completarse y costo 320 millones de Euros, es decir, 178,000 Euros el metro lineal de subterráneo. Se estima que la nueva línea transportará solamente unos 6,500 pasajeros por día. Es decir el Estado hizo una inversión de casi 5 millones de Euros por pasajero. Las malas lenguas de la prensa alemana denominan a esta nueva línea del subterráneo de Berlín “muñón”; algo corto y doloroso.
Los alemanes sin preocuparse ni avergonzarse por el costo de los símbolos, agregan así un nuevo elemento bien visible de la reconstrucción de Berlín, que es hoy símbolo de la grandeza imperial pasada, del renacimiento de las cenizas de la guerra y de la reunificación del país luego de la caída del famoso “muro”.
Siempre recuerdo mi primera visita a Berlín en 1965. Las huellas de la guerra eran todavía bien visibles en la ciudad, dividida en zonas militares de ocupación. Pasé unas horas en la zona Oriental que había sido la menos desvastada y en la que lucían los nuevos monumentos grandiosos y realistas que celebraban el triunfo del Ejército Rojo. Allí las grandes avenidas conservaban su elegancia y opulencia Imperial muy siglo XVIII. Tardé en darme cuenta que esas fachadas eran tan lindas arquitectónicamente por que no estaban afeadas por escaparates de tiendas y por los carteles publicitarios estridentes y luminosos que, además de las vidrieras, parecían cubrir todas las paredes en la parte occidental de Berlín.
Hice ese viaje siendo funcionario del Consejo Nacional de Desarrollo de Argentina, invitado por el Gobierno Alemán, para negociar los detalles de una donación que la Agencia de Ayuda Externa de Alemania hacía al Gobierno Argentino, para realizar estudios de factibilidad de proyectos de energía en Argentina. Estas negociaciones tuvieron lugar en Bonn, en las oficinas del ministerio de Economía del Gobierno Alemán, que sin duda para patentizar lo provisorio de esa Capital temporaria, estaban instaladas en construcciones prefabricadas, de una simpleza y sobriedad imponentes.
Que contraste el de esas oficinas de los funcionarios alemanes que administraban la ayuda alemana a los países del tercer mundo como Argentina, con el lujo y elegancia, por ejemplo, de mi oficina en el séptimo piso del Palacio de Hacienda, desde cuya ventana, por encima de la Casa Rosada, se podía ver el edificio del Banco de la Nación. Un funcionario alemán que meses atrás había venido a mi oficina a ofrecer esta ayuda, que no conocía bien Buenos Aires se interesó la arquitectura neoclásica del Banco de la Nación. Lo llevé a ese edificio a visitar el imponente interior, el salón de mármol del despacho del Presidente del Banco y el balcón desde el que se ve la actividad de la planta baja, el público que acude a las ventanillas del banco.
Parecerían desproporcionados esos lujos del pasado, que perduraban en el Buenos Aires de los años sesenta, inmune a las guerras mundiales y posiblemente, en alguna medida, beneficiario de esas guerras que no le impidieron exportar carne y cereales a granel. Argentina, sin enviar tropas como lo hizo Brasil, había ganado la guerra. Que, contraste con la austeridad de Bonn, capital de ese país que habiendo perdido la guerra, se había reconstruido y era ahora una potencia económica que daba ayuda a países como Argentina, apenas veinte años después de haber sido desvastado.
Por eso se entiende que los alemanes ahora nuevamente tan ricos, se den el lujo de construir esa nueva línea de subterráneo de solo mil ochocientos metros de largo, tal vez innecesaria y que costó un disparate. Los argentinos de los años veinte se dieron en su momento el lujo de construir el salón de mármol del Banco de la Nación, como símbolo de la riqueza del Río de la Plata, basada en la vaca, el alambre de púa y los diez metros de humus que cubren la pampa húmeda.
Esperemos que la soja no devore esa riqueza natural y que el Banco de la Nación no se privatice y sus mármoles se vendan. Estos símbolos de grandeza son la evidencia del orgullo y la gloria de las naciones, aunque sean, en nuestro caso, solo glorias pasadas que vale bien la pena conservar.
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